Por Pablo Solón
No sé cuándo comenzó el duelo de mamá, pero estoy seguro que para ella nunca terminó. Mi hermano fue detenido, torturado y desaparecido en la prisión del Parí de Santa Cruz en 1972. Eran los tiempos de la dictadura de Banzer y nadie le dio explicación alguna de lo que pasó con el hijo de su primer matrimonio. El Jó, como le decíamos a José Carlos Trujillo Oroza, se fue sin irse a los 22 años.
Los primeros años no fueron de luto sino de búsqueda incesante por parte de mi madre, Gladys Oroza, quien hizo varias denuncias, interpeló a las autoridades, recorrió las cárceles, imploró y rezó hasta que se secaron sus lágrimas. Al final, sólo incertidumbre y un corazón estrujado por esperanzas fallidas. Con el correr del tiempo todos intuimos que lo habían asesinado, pero no había ninguna prueba para confirmarlo. Muy en secreto, fantaseábamos con que pudiera estar en algún lugar perdido del olvido.
Creo que el duelo de la mamá comenzó cuando cayó la dictadura de Banzer. Todos los detenidos salieron en libertad y los perseguidos volvieron a transitar las calles. En ese momento la mamá asumió que la vida del Jó había sido segada para siempre. El 24 de diciembre de 1978 publicó un aviso pagado en la prensa que decía: “José Carlos, hijo querido: La navidad me duele como la idea de no verte nunca más (…) Han pasado siete años de angustia e impotencia, siete años también para quienes en su conciencia esconderán la culpa de tu muerte (…) Adiós, hijo querido. ¡Perdónalos!”.
La mamá nunca pudo despedirse verdaderamente del Jó. Vivió un duelo no declarado del cual jamás conversamos. De la búsqueda del Jó pasó a la búsqueda de la verdad, la justicia y sus restos. El duelo encaminó su inconmensurable bondad y entereza al servicio de la justicia y los detenidos desaparecidos. Ella jamás nos enseñó a odiar ni a buscar venganza. Su más grande legado fue: “nunca seas como ellos”.
Cada uno de nosotros vivió el duelo de manera diferente. Mi padre, Walter Solón Romero Gonzales, lo hizo dibujando al Quijote y los perros, tejiendo tapices y pintando murales. Mi hermano Walter se refugió en lo que mejor sabe hacer: contar historias, hacer teatro y dar vida a los títeres. Yo intente seguir los pasos del Jó poniéndome siempre un desafió mas grandes que el anterior. Viví tratando de estar a la altura de su legado, que para mí es jugarse por la utopía de una humanidad diferente.
Consumí una parte de mi vida tratando de entender por qué él se sumó al Ejército de Liberación Nacional. Siempre me pregunté ¿por qué él siguió ese camino después de la tragedia de Teoponte en la que la mayoría de los guerrilleros murieron de hambre, fusilados por el ejército o ajusticiados por sus propios compañeros por robarse una lata de sardinas? En varias ocasiones, me imaginé conversando con él, y casi convenciéndole de que la fuerza del cambio estaba en la conciencia, organización y movilización del pueblo.
Por décadas repasé junto a mi madre los hechos de su desaparición. Buscamos infructuosamente entender porqué lo habían hecho desaparecer junto a Carlos López Adrián y Alfonso Toledo Rosado. ¿Cuál fue la razón o la sinrazón de ese desenlace? Varias veces escuché a mi madre preguntarse qué hubiera sido si… No hay duda que esta fue la parte más perturbadora y dolorosa del duelo, preguntarse si uno podía haber cambiado el curso de los acontecimientos. Cada uno de nosotros se reprochaba en forma aislada por no haber pensado, actuado o dicho algo en tal o cuál momento. Quisimos negociar con el tiempo y quedamos abrazados por la tristeza, más jamás por la depresión porque no era posible estar abatido en la búsqueda de los restos y los ideales del Jó.
En cierta medida, convivimos con el Jó como si su vida no hubiera terminado. Él nos hablaba, nos levantaba el ánimo en los momentos más difíciles, nos compartía sus sueños, y nos daba el coraje para ser consecuentes con nuestras propias utopías. A través de nuestras acciones pretendimos darle vida más allá de la muerte. Detrás de cada logró estaba el Jó para celebrarlo, y después de cada fracaso sentíamos su aliento.
El duelo por la desaparición forzada del Jó movió montañas. La mamá logró el año 2000 la primera sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado de Bolivia y la dictadura de Banzer. Luego siguió un proceso judicial que duró una década contra algunos de los autores directos de la desaparición del Jó.
Banzer y algunos de sus más cercanos colaboradores implicados en su tortura y asesinato murieron en el camino. En 2006 se incluyó el delito de desaparición forzada en el código penal boliviano. A pesar de todo, no se pudo develar la verdad de lo que hicieron con el Jó, ni encontrar sus restos.
El duelo del Jó cumplió un fin y hoy también llega a su fin. Aceptar una pérdida desgarradora no es olvidar, es asumir el ciclo de la vida para ser uno mismo, es reafirmar nuestros lazos inquebrantables con el Jó pero asumir su partida, es honrar con un digno final a quién nos acompañó en vida y también después de muerto.
¿Cómo despedir el alma de un detenido desaparecido? ¿Cómo enterrar sus restos jamás encontrados y que siempre serán buscados? Pensamos varias alternativas en medio de lágrimas y emociones encontradas. Al final nos decidimos por terminar este duelo jamás asumido, montando en la Casa Museo Solón una exposición para que podamos reír y llorar junto al Jó, y celebrar todos los aprendizajes que nos han dejado sus dos vidas. En esta exhibición hemos combinado los recuerdos del Jó, la búsqueda de la mamá, la obra de arte del papá inspirada en el Jó, y algunas de nuestras propias travesuras.
La exposición es nuestro homenaje de despedida al Jó para reencontrarnos con él en un plano diferente. Es asumir su perdida para redoblar nuestra lucha en pos de la memoria, la verdad, la justicia y las utopías.
Pablo Solón es el hermano menor del Jó