José Carlos y Pablo Solón
Pagina Siete, Revista Rascacielos, Retrato, Julio 28, 2019
El taller de Solón era un espacio mágico donde las historias cobraban vida. Escondidos en pequeños cajones habitaban innumerables recuerdos. Cada objeto, estatuilla, fotografía, adorno o estampilla encendía su voz calmada y serena: el traslado del templo de Abu Simbel que presenció en Egipto, la lucha a muerte entre una cobra y una mangosta en la India, su accidente de avión en Chile que lo trajo casi desahuciado a Sucre, su travesura en Japón al mezclar los zapatos que dejan a la entrada, su encuentro con el último emperador de la China cuando trabajaba de jardinero en el palacio real… Algunas de estas historias son tan increíbles que parecen inverosímiles. Sin embargo, escondidos en su taller yacen algunos detalles que cuestionan nuestra incredulidad.
Solón fue un gran dibujante, pintor, muralista, grabador, tejedor y tallador. Para él lo más importante eran las manos por su capacidad de traducir las ideas y los sentimientos en figuras y objetos. Todo lo que se imaginaba lo plasmaba en dibujos. El podía conceder todos los sueños y deseos en una hoja de papel. Era una suerte de mago de la creación que aspiraba siempre a la perfección. Era incansable y perseverante hasta el límite de lo inimaginable. Un dibujo lo hacía una y otra vez. Parafraseando a Miguel Ángel, solía decir que “una obra de arte se acaba cuando se acaba”. Solón se fijaba siempre en las manos de las personas. Algunas veces lo vimos leyendo las líneas de la mano de otros pero nunca quiso leer las manos de sus familiares más cercanos “para no enterarse de cómo habrían de partir”.
Solón decía que después de buscar por todo el mundo los más preciados pigmentos, descubrió que las más maravillosas tierras de color estaban en nuestro propio país.