Solón era un espíritu rebelde que siempre buscó superarse a sí mismo y abrazar lo imposible. Él era un maestro del dibujo, pintor, grabador, tejedor… y sobre todo muralista.

Para Solón el muralismo es un movimiento de pedagogos y comunicadores que buscan incitar el cambio social a través del arte público. Un muralista debe dominar su mensaje, adentrarse en las bibliotecas y deconstruir los conceptos para reconstruirlos en imágenes.

Un muralista debe conocer el muro y las diferentes perspectivas desde las cuáles el espectador dialogará con su obra. El artista debe dominar el pentagrama de un mural que son sus líneas de composición.

Cuando hacia un boceto apelaba al caos, al dibujo, a la reflexión y a la perseverancia. Dibujaba líneas al azar en las cuáles encontraba las primeras representaciones de los conceptos que deseaba transmitir. Era un ir y venir entre la idea, el trazo y la composición.

Todo gran mural empezaba en una pequeña hoja de papel que daba vida a diferentes bocetos que dialogaban entre sí hasta formar una síntesis que se plasmaba en un proyecto a colores.

Las pinturas de Solón estaban en un proceso de permanente metamorfosis. Muchas de sus obras las modificaba con el tiempo complicando el poder establecer un año preciso de nacimiento.

Solón pintaba en el presente pensando en el futuro. Él quería que sus murales sobrevivan al tiempo, tanto por su resistencia a las inclemencias del clima, como por su capacidad de dialogar con las nuevas generaciones.

Solón no era un pintor de consigna. Sus murales lejos de plantearnos un sólo camino aspiran a despertar nuestra imaginación. La brutalidad, la ternura, el sacrificio, la frustración, la esperanza… siempre están entrelazados buscando despertar al espíritu rebelde que llevamos por dentro.