Luis H. Antezana J., Junio 1996

Pues de esta manera -dijo [Don Quijote]-, aquí encaja
la ejecución de mi oficio: desfazer fuerzas y acudir a los miserables.
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (I, XXII).

La obra plástica de Walter Solón Romero (Uyuni, 1923) parece ignorar el reposo. Ininterrumpidamente, desde 1944, su arte ha tallado maderas, levantado murales, tejido tapices, armado retablos y perseguido trazos, lápices, grabados, tintas, acuarelas, témperas, óleos en sus dibujo y pinturas[1]. En ese mundo, donde Solón Romero no cesa de perseguir (todas) las posibilidades de la expresión plástica, hay un personaje que, a su vez, parece que le persigue y que siempre anda junto o muy cerca de él: se trata de Don Quijote de La Mancha. Desde ya, no es difícil entender las afinidades entre estos dos sujetos del arte -el uno personaje, el otro autor-; ambos no toleran injusticias y persiguen sentidos de vida y esperanza en sus labores. Los vínculos entre Don Quijote y Solón Romero, narra este, empezaron así:

Un pueblo, mi casa, una mesa grande como lienzo de sal extendido en la pampa y la silueta de un hombre que se distrae o nos distraía haciendo dibujos sobre rollos de papel que nosotros sostenemos con las manos para que se mantuvieran extendidos. Era mi padre, que en las noches dibujaba grandes figuras con carbón negro como la noche. Fuera de la casa, el viento, el frio ponían fondo musical a rostros, escenas y paisajes que surgían a medida que nosotros pedíamos a gritos el detalle que faltaba. 

Cierta noche mi padre dibujó a un hombre muy delgado con armadura y lanza. Nos dijo que era Don Quijote. A poco añadió a su escudero Sancho Panza y luego a Rocinante, su brioso corcel tan flaco como el hombre de la triste figura. Simultáneamente nos contaba sus aventuras y desventuras en un cuento de nunca acabar. Desde entonces muy niño solía asociar la magra y delgada figura de un hombre con la fuerza, la bondad y la justicia. No había aprendido a leer y ya conocía a Don Quijote. Por ello, diría que en el blanco papel del salar de Uyuni nació para mí [Don] Quijote. Mucho después, confirme que la historia era cierta y que la escribió Don Miguel de Cervantes.

Cuando me hice pintor adopte su figura para decir lo que he visto y vivido en este largo trajinar de tantos años gastados por el tiempo[2]

Los Don Quijote de Solón Romero no son ilustraciones a EI Quijote, son un desplazamiento gráfico de la célebre figura hacia otros contextos que los de su origen, pero en temas y problemas afines a su arquetipo. Aquí, por ejemplo, los entuertos que ocupan a su persona y figura no son gigantes transformados en molinos ni galeotes que «van de por fuerza y no por su voluntad» (Parte I, Cap. XXII) sino las injusticias sociales y las represiones dictatoriales; éstas se simbolizan en soldados -a veces «ángeles«- armados, aquéllas en masas campesinas y mineras. En estos gráficos, como tela de fondo, uno bien puede leer la célebre frase con la que Zavaleta Mercado caracterizaba al Estado del 52: «Un duelo entre el bloque que ha debido resignarse de modo precoz al amparo de su intríngulis represiva pura y un bloque alternativo que está bajo la dirección práctica de la clase obrera, aunque dentro de los límites de una hegemonía incompleta» (Las masas en noviembre, La Paz, Juventud, 1983: 42). A primera vista, se trata de una obra de denuncia, testimonio, “memoria[3] histórica y toma de conciencia sociales; pero, también connota una permanente reflexión acerca del hacer artístico en ese (este) mundo y su sentido. En su locura, Don Quijote no solo enfrenta entuertos, también quiere ser digno de Dulcinea. 

Desde su aparición, El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha ha sido objeto de permanente atención gráfica, no solo en las múltiples ediciones ilustradas del libro»[4] sino en la obra de muchísimos pintores que no pudieron evitar incorporarlo entre sus preocupaciones. ¿Por qué? Porque, muy probablemente, El Quijote encerraría todos los problemas y posibilidades de «representar»(se) el mundo, la «realidad,» incluido el problema del cómo habría que representar -«retratar,» dice Don Quijote, cf. infra- al sujeto que propone esas representaciones.[5] Don Quijote ve el mundo con otros ojos, esos que adquirió leyendo novelas de caballería. El andante caballero no ve lo evidente o, si se quiere, ve otras cosas en lo evidente. Paralelamente, ¿quépintan los pintores?, ¿reproducen – «representan»- lo evidente o, creativa o indagativamente, pintan «otras cosas» invisibles, para el común de los mortales, en lo evidente? La distancia quijotesca entre su manera de ver y la «realidad» que supuestamente no ve, es muy análoga a la distancia con la que todo artista, en general, y los pintores, en particular, encaran las «realidades» que los ocupan. 

Teniendo siempre en cuenta este posible paralelismo, en estas notas veremos, un poco, el texto de El Quijote destacando, sobre todo, el múltiple juego de perspectivas y espejos que implica. En ese recorrido, nos detendremos, un instante, en el momento en el que Don Quijote válida y permite, bajo ciertos límites de trato, cualesquiera otros retratos de su figura y aventuras junto a Sancho; para luego proponer un modelo de articulación -en palimpsesto- entre los Don Quijote de Solón Romero y la multiplicidad textual de El Quijote

1.El Quijote no solo extrema la posibilidad de ver, entender, la “realidad» con los ojos que venga en gana -los libros de caballería, en su caso; lo que se llama «culturas,» en general- sino también problematiza, desde adentro, en la obra misma, esa peculiar manera de ver. Sancho es, sin duda, el primer crítico interno de Don Quijote: una de sus tareas es la de marcar las distancias que separan a los asertos de su amo de las cosas y hechos que, supuestamente, los validan. Sancho resume a todos aquéllos que no conciben que las ventas son, en rigor, castillos («encantados»). Esta distancia crítica es consustancial a la obra. El Quijote es fundamentalmente dialógico: las cosas y los hechos se dicen siempre, por lo menos, desde dos puntos de vista. Ninguna de estas perspectivas es autosuficiente. «Pero lo real es real,» se dirá. «No en El Quijote.» Sin la perspectiva del andante caballero, que sé yo, la obra sólo sería una poblada novela de costumbres; y sin la perspectiva de su escudero, sería una anacrónica novela de caballería. Pero, hay más. 

La crítica interna inscrita en El Quijote diluye, de partida, al autor mismo de la obra -Cervantes- desplazándolo en una especie de copista del manuscrito de Cide Hamete Benengeli. La figura de Cervantes en la obra no «crea» las aventuras que narra ni las «reproduce» documentalmente de la, digamos, «realidad»; en El Quijote, Cervantes solo compaña la traducción -¡además!- de un manuscrito árabe (cf. Primera Parte, Cap. VI). Este recurso narrativo, como se sabe, no solo encierra al texto en sí mismo sino limita la posible omnisciencia -creativa o referencial- que generalmente se le atribuye a un «autor.» Cervantes, como Velázquez en Las Meninas, sólo pinta un cuadro; en su caso: sólo comunica una ajena traducción de un ajeno manuscrito. ¡Vaya uno a saber dónde comienza el original y donde la versión! 

Por estos caminos, El Quijote es «inverificable» y solo depende de sí mismo, del dialogismo que lo sustenta y construye. Las distancias críticas introducidas por Cervantes al interior de su texto, le fueron inagotablemente útiles. Así no solo el texto pudo «recoger» e incluir sin mayores problemas otros relatos y aventuras impertinentes, se diría, a la trama principal -pues, «Así cursaba en el manuscrito de Cide Hamete Benengeli,» diría- sino, en la Segunda Parte, hacer de los personajes lectores de la Primera Parte. En la Segunda Parte, desde las preliminares noticias de Sancho y la visita del bachiller Sansón Carrasco, muchas aventuras, como el gobierno de la Insula de Bataria ejercido por Sancho, se basan en la Primera Parte, es decir, en la previa narración de las aventuras de los personajes principales. Por ese camino, los libros de caballería -ahora El Quijote incluido- habrán finalmente logrado, si no corregir la «realidad,» ciertamente, alterarla, influirla. Por ahí, el dialogismo de la obra se enriquece y complejiza introduciendo no sólo los tortuosos caminos de la lectura de la obra como motivo interno a la obra misma sino también traduciendo esas lecturas en nuevas aventuras teatrales, es cierto, pero que de hecho suceden y que serían incomprensibles sin la lectura no sólo previa sino interna de la obra.
Pero, hay más.

Circunstancialmente, un velado «Avellaneda» se adelantó a Cervantes y narro por su cuenta[6] las aventuras del caballero anunciadas al final de la Primera Parte: cuando «Don Quijote la tercera vez que salió de su casa fué a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron y allí le pasaron cosas dignas de valor y buen entendimiento» (Primera Parte, Cap. LIX). A partir del Cap. LIX de la Segunda Parte, El Quijote de Cervantes incluye frecuentes críticas al de Avellaneda. Entre ellas sobresale la decisión de Don Quijote de no ir a Zaragoza sino a Barcelona para desmentir las aventuras que le atribuyó Avellaneda. Al comentarse en una plática ese (mentiroso) libro, dice Don Quijote: «Por el mismo caso -[ … ]- no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes cómo yo no soy el Don Quijote que él dice» (Segunda Parte, Cap. LIX). Los alcances de esta decisión ponen en entredicho hasta las aventuras anunciadas por Cervantes / Hamete Benengeli al final de la Primera Parte -ésas que Avellaneda aprovechó para escribir su novela. Aunque coyunturalmente explicable, esa inscripción explicita las inauditas capacidades dialógicas de El Quijote: no solo se lee a sí mismo sino hasta reorienta su propia narración de acuerdo, en este caso, a un paralelo temático. Don Quijote y Sancho pueden irse por donde les venga en gana. 

Siempre al interior de la obra, la tensión más destacada entre El Quijote de Cide Hamete Benengeli y el de Avellaneda se traduce en la infidelidad -«mentira»- de los hechos narrados por Avellaneda ante los «verdaderos,» realizados por Don Quijote y Sancho; infidelidad que incluye distorsiones de la auténtica figura y carácter del caballero y su escudero. Al discutir esos problemas, El Quijote -Don Quijote- establece las condiciones que, según su entendido, deben gobernar otras versiones de su persona y aventuras. Aunque considera a Cide Hamete Benengeli su más autorizado historiador, no lo sacraliza ni excluye la posibilidad de otros «retratos» suyos, siempre y cuando no se altere su auténtica naturaleza. En el diálogo con Don Juan y Don Jerónimo, a propósito de «la mentira dese historiador moderno,» éstas son sus razones al respecto. Irrumpe Sancho en la estancia de Don Quijote, luego de cenar y dejar «hecho equis [i.e. «borracho»] al ventero»:

-Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen no quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que ya que me llaman comilón, como vuestras mercedes dicen, no me llamase también borracho.

-Sí llama -dijo Don Jerónimo-; pero no me acuerdo de qué manera, aunque sé que son malsonantes las razones y, además, mentirosas, según ya hecho de ver en la fisonomía del buen Sancho que está presente. 

-Créanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que él Sancho y el Don Quijote de esa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, simple, gracioso y no comedor ni borracho. 

-Yo así lo creo -dijo Don Juan-; y si fuera posible, se habría de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas de Don Quijote, si no fuese Cide Hamete Benengeli, su primer autor, bien, así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarlo sino Apeles.[7]

Retrátame el que quisiere -dijo Don Quijote-, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias (Segunda Parte, Cap. LIX).

Este último argumento de Don Quijote, aunque implica un límite, abre a todos los vientos la posibilidad de perseguir su figura y aventuras; por su parte, complementariamente, Sancho propone los rasgos mínimos -«Mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, simple, gracioso y no comedor ni borracho«- que caracterizarían el buen trato de sus personas y aventuras. Aquí, en cierto sentido, Cervantes -o Cide Hamete Benengeli, si se prefiere- estaría ya totalmente seguro de la magnitud de su personaje y su consecuente autonomía; ya sabría del lugar prácticamente mítico que habría de ocupar no sólo en el horizonte de su cultura -aunque le molestó ese primer autónomo intento de Avellaneda- sino en todo el orbe.[8] Seguramente, no le hubieran sorprendido ni molestado El Quijote de Orson Welles ni los Don Quijote de Solón Romero, pues en ellos, como en otros tantos desplazamientos culturales del caballero y su escudero, aunque las rutas son completamente otras, no hay maltrato.

Aunque el contexto inmediato de El Quijote es fácilmente reconocible[9] y puede considerarse hasta una condición de sus sentidos, no hay que olvidar que el motivo de las salidas de Don Quijote son las injusticias y maldades en él reinantes, ésas que él busca corregir retomando la olvidada práctica de la caballería andante. Este motivo constituye una de las más universales facetas de su arquetipo. El acto de «desfazer entuertos» es sinónimo de Don Quijote. Inseparable de esta voluntad de justicia es el desquicio que acompaña su tarea; desquicio que le impide reconocer «realidades», lleva a permanentes equívocos, le otorga su fundamental dimensión grotesca y, aunque condena a una final impotencia, le impide cejar en su empeño. Estas dos variables -en sus innumerables interpretaciones- constituirían el núcleo de ese mito -paradigma, arquetipo, símbolo- que es Don Quijote: entuertos y locura. Por supuesto, ese «Don Quijote» implica necesariamente a Sancho y Rocinante, y también, como lejano horizonte de sentido, a Doña Dulcinea del Toboso. 

2.En los Don Quijote de Solón Romero, estas dos variables se alternan todo el tiempo. Bajo el marco amplio de la obra de Solón Romero se tiende a subrayar el «mensaje» o «denuncia» sociales implicados en estos cuadros; pero, esa simplificación es innecesaria, pues, de todas maneras, el caballero nunca ahí encara sus entreveros y frecuentes sufrimientos sin el filtro de la locura, propia o ajena. En su límite, los Don Quijote de Solón Romero se mueven en el espacio -«posmoderno,» se diría- que confronta la locura del caballero con la (supuesta) cordura del mundo, y donde, finalmente, ésta sería mucho más desquiciada que aquélla. 

Aunque relativamente tardíos en la obra de Solón Romero[10] sus Don Quijote más difundidos son los de las series de aventuras – también de desventuras. Estas series son: «El Quijote y Francisco» (1967-1968), «El Quijote y los perros» (1972-1974), «El Quijote en las minas, (1974-1976), «El Quijote en el exilio» (1981-1982), «El Quijote y los ángeles» (1988-1990). Ahí, Don Quijote se figura clásicamente. Obviamente, el estilo de Solón Romero -con esos laberintos de líneas que sugieren formas y movimientos corporales- trata, a su manera, la representación del personaje; pero no lo aleja del tradicional caballero «de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro» y frisando «los cincuenta años» como lo presentó Cervantes (Parte I, Cap. I). Su figura es la dominante en todas estas series -hay muchos cuadros que podrían considerarse «soliloquios» de Don Quijote- y, junto a ella, reconocemos a Sancho Panza como a Rocinante. Este último, cuantitativamente, es más frecuente que el escudero, como si Solón Romero destaca más las andanzas que, digamos, el intercambio de perspectivas. Tal vez. Pero, de todas maneras, en estas series, Don Quijote no deja de ser dialógico. 

Todos los cuadros incluyen, al pie, inscripciones a lápiz que explicitan reflexiones en torno a la situación representada. Salvo cuando gráficamente se le cede la palabra a otro personaje -notablemente a San Francisco en QF- el lenguaje de esas inscripciones es, por el tono sentencioso, marcadamente quijotesco; se diría «cervantino» si la evidencia no demostrara que son expresiones del propio Solón Romero o, por resonancia, de las sabidurías populares. Por otra parte, recordando El Quijote, estas inscripciones al pie son formalmente equivalentes a las que, tradicionalmente, presentaban los capítulos en las novelas: «Capitulo XLV/ Donde se acaba de averiguar la duda del Yelmo de Mambrino y de la alabarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad» (Parte I). Bajo ese vínculo formal, cada cuadro sería, además, un capítulo en su serie de aventuras. 

N.B.: Destacaría, antes de seguir, la simplicidad y facilidad gráfica con la que Solón Romero presenta a Don Quijote como interlocutor -ya no origen- de las reflexiones a lápiz que van al pie de los cuadros. También, es cierto, cuando los ángulos o la situación en algunas escenas lo requieren, las expresiones incluyen el nombre del interlocutor y, por consecuencia, nosotros, los observadores reconocemos la fuente de la expresión. Antes de dejar esta digresión, ilustrémosla con este diálogo donde San Francisco tiene, sin duda alguna la palabra (“Hermano Don Quijote/Tu palabra hiere más que tu lanza”):

Gracias a estos mecanismos dialógicos, los gráficos y las palabras se ayudan y complementan mutuamente. Sigamos. 

Es posible que los hábitos de lectura inclinen el sentido de estos procedimientos hacia la expresión escrita,[11] pero no es nada difícil reconocer la función más complementaria -dialógica- que «explicativa» de esas expresiones. Como contraejemplo, bastaría indicar los múltiples otros Don Quijote de Solón Romero -como las piroxilinas «Manchas del Quijote»- que no utilizan ese complemento. Y, en rigor, volviendo a las series: en la forma de esas expresiones no sólo se reconoce su, digamos, contenido inmediato sino, también, sus vínculos con el lenguaje de Don Quijote en El Quijote. En sus diversos códigos -gráfico y escrito, en lo que nos ocupa-, rara decir lo suyo, estos cuadros no pueden evitar «pasar» por El Quijote. El Quijote es la cámara de resonancia de ambos códigos: por eso, en principio. una vez juntos, ninguno subordina al otro: ni los gráficos «ilustran» expresiones escritas ni éstas «explican» los gráficos. No es un mérito menor el saber recoger el lenguaje de El Quijote -la forma de ese lenguaje- en esas notas al pie de los cuadros, aunque, como dijimos, las expresiones no se encuentren en la novela de Don Miguel de Cervantes y Saavedra. 

Esta evidencia nos ayudará ahora a discernir otros procedimientos formales de estos Don Quijote y, para ello, nos servimos de un modelo “arqueológico,» en el sentido foucaultiano del término, es decir, un modelo discursivo donde los distintos niveles o procesos que convergen en una expresión tienen cada uno su «propia historia» y no se reducen o sintetizan unos en otros.[12] Estos cuadros pueden figurarse como un palimpsesto cuyos distintos niveles se subrayan en la superficie que los presenta. Junto al papel -ese salar de Uyuni en la imagen del niño Solón Romero-, tendríamos algo así como una «memoria» de El Quijote. No la obra misma, pues eso nos llevaría, a la larga, a pensar que Solón Romero «ilustra» la obra de Cervantes ése no es el caso; sólo una «memoria» o, si se quiere, siguiendo a Saenz, un «olvido» de la obra, el que permite nuestra comprensión de su imagen y características.[13]Luego habría un nivel de textos e imágenes relativo a los conflictos sociales que enfrenta el caballero en estas sus salidas; ése que sintetizamos citando Zavaleta Mercado (cf. supra). Pese a la convergencia, estos dos niveles suceden, en rigor, ajenos y las imágenes que los representan o aluden obedecerían a códigos o referencias propias, distintas. En la superficie de este palimpsesto, el nivel gráfico subrayaría -como tallando madera para un grabado- diversos aspectos de estos dos niveles produciendo así las imágenes conjuntas que percibimos. Este nivel gráfico es el que, por su parte, produce las antes inexistentes relaciones entre los demás niveles. Aquí, en el nivel gráfico, el estilo es un acto productivo y, aquí, como Cervantes en Cide Hamet de Benengeli, Solón Romero también «desaparece,» diría, en Cervantes. En estos cuadros, hay también un nivel simbólico que no es fácil de localizar: o junto al olvido de El Quijote o como parte instrumental del nivel gráfico. Se trata del simbolismo que permite, por ejemplo, que los «perros» sean parte de una más generalizada represión social o que los «brazos en cruz» evoquen un sacrificio redentor o las «palomas» libertad y paz o que San Francisco se encuentre con Don Quijote. Quizá, pese a su evidente función instrumental, este nivel simbólico estaría nomás junto a El Quijote; antes, sin embargo, de sus salidas y aventuras: en los libros de caballería que motivaron su locura no olvidemos que esos libros eran notablemente simbólicos. Por otra parte, ya en su diacronía, es decir, una vez producidos e instituidos en el tiempo, a veces, estos cuadros incluyen un nivel de auto interpretación como cuando la lanza de Don Quijote explícitamente se figura como un lápiz o cuando el caballero se representa como una víctima más de las injusticias del entorno.[14] Aquí, también, se pueden localizar las inscripciones al pie que acompañan muchos de estos cuadros, sin descuidar que su resonancia, como vimos, se articulará con el lenguaje cervantino (cf. supra). Este, temporalmente, sería el «último» nivel de estos cuadros. 

En suma, estos Don Quijote pueden entenderse como un palimpsesto en el que el tallado gráfico sobre su superficie conjuga diversos niveles textuales y figurativos, a menudo simbólicos. A veces, también incluyen un nivel de auto interpretación que establece analogías entre las (imposibles) tareas de Don Quijote y el arte que aquí las figura, por un lado, y que, por otro, subraya los sufrimientos del entorno en analogía con las (tradicionales) derrotas del caballero. 

3. A modo de conclusión 

El (breve) recorrido por El Quijote quiso destacar su «espesor» textual. El modelo en palimpsesto de los Don Quijote de Solón Romero camina por la misma senda. Forzando analogías se podría establecer paralelos entre los niveles en juego, como el que ya hicimos al destacar el juego de símbolos en ambas obras; también podríamos homologar los mundos de las Salidas de Don Quijote con la atención de Solón Romero a los problemas sociales o, en mutua diacronía, identificar las lecturas internas de la Segunda Parte de El Quijote con el nivel de autointerpretación que, en su desarrollo, incluyen los Don Quijote de Solón Romero. Pero, esa operación analógica, aunque posible, no es la que orienta estas notas. Se trata, sobre todo, de destacar los espesores textuales que ambas obras implican. Por ahí se habría tendido un puente que permite entender el entrecruce de temas y figuras en ellas sin necesidad de postular prioridades, aunque impliquen afinidades; pues, en todo caso, si Solón Romero recibió Don Quijote en los relatos y dibujos de su padre, Cervantes lo habría recibido del manuscrito de Cide Hamete Benengeli. 

En ambos casos, el modelo tampoco necesita interpretar los sentidos y valores tratados para compararlos o distinguirlos. Las obras se bastan por sí mismas y no necesitan mayores aclaraciones temáticas que su lectura o atención. Cervantes sabía de eso y, como subrayando el hecho, al anunciar el Capítulo LXVI de la Segunda Parte, dice: «Que trata de lo que verá el que lo leyere o lo oirá el que lo escuchare leer.» A su manera, estas notas en torno a El Quijote y los Don Quijote de Solón Romero son sólo eso: una invitación a la lectura o atención de los muchos niveles —algunos afines— implicados en esas obras. 

Cochabamba, junio de 1996


[1] Año de su primera participación en una exposición en Sucre. El folleto editado para la inauguración del mural “El Retrato de un Pueblo” (1989) en el Salón del Concejo Universitario de la Universidad Mayor de San Andrés incluye una reseña (1948-1989) de la obra de Solón Romero (La Paz. UMSA,1989: 23-24). A estas referencias, podríamos añadir: los dibujos «El Quijote y la rosa» realizados para el video «El valle de las piedras» (1993), las piroxilinas «Manchas del Quijote» (1993) y los bocetos para los «Murales de la Fundación Solón» (1995-1996). En el texto detallamos las referencias a las series de Don Quijote (cf. infra). 

[2] En el texto de la muestra retrospectiva «El Quijote en la obra de Solón Romero» (La Paz, Fundación Mario Mercado Vaca Guzmán – Fundación Solón. 30.04 -15.05 1996).

[3] Como dice Alfonso Gumucio Dagrón en su «Desde la altura de la historia», texto incluido en el folleto dedicado a la entrega del mural «El Retrato de un Pueblo» (La Paz, UMSA, 1989: 3-5).

[4] Cf, por ejemplo. EI ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (Madrid, Aguilar, 19576a.), edición preparada por Justo García Soriano y Justo García Morales, que, al correr de las páginas, incluye una antología de 182 ilustraciones al libro a lo largo de su historia: por otro lado, la «Guía del lector del ‘Quijote'» (1957 6a.: 14-195) que prologa esta edición también incluye una minuciosa cronología comentado de «Las ilustraciones del Quijote.» desde 1612 hasta 1945. Año de las ilustraciones de Salvador Dalí (: 129-148) 

[5] Cf. al respecto, por ejemplo, las reflexiones de Michel Foucault en Las palabras y las cosas (México, Siglo XXI, 1976 7a: 53-56). 

[6]  Alonso Hernández de Avellaneda, EI Quijote (Madrid, Aguilar, 1964 4a.). Pícaramente, Avellaneda subtitula a su Quijote con un: «Segundo Tomo». Y añade «del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras.« 

[7] Precisan García Soriano y García Morales que «No fue Apeles, sino el escultor Lisipo, el único artista que Alejandro quería que lo retratase» (1957: 1650, n. 1).

[8] En las primeras escenas de la Segunda Parte, por boca del Bachiller Sansón Carrasco, Cervantes alude a la importancia de su libro ya en su tiempo y «profetiza» -García Soriano y García Morales (1957: 1009, n. 1)- su posterior destino. Pregunta Don Quijote: «Desa manera, ¿verdad es que hay historia mía, y que fue moro y sabio el que la compuso?»; y responde Carrasco: «Es tan verdad, señor-dijo Sansón-, que tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca» (Parte II, Cap. III). 

[9] Hay, por ejemplo, detallados mapas de sus andanzas, aunque el preciso «lugar de la Mancha» donde habría habitado queda como permanente incógnita. 

[10] Según el autor, su primer Quijote ilustró un libro de promoción de estudiantes de medicina («Don Quijote Médico,» 1947); luego, la figura del caballero es la central en el mural que hizo para la Escuela Nacional de Maestros de Sucre («Mensaje a los maestros del futuro,» 1953-1954); y, en 1958, en La Paz, pintó un otro mural quijotesco en la casa de Guillermo Jauregui Guachalla («El Quijote y Tunupa»); cf. el texto de la retrospectiva «El Quijote en la obra de Solón» (1996).

[11] La comprensión de las fotografías en la prensa escrita (diarios, revistas ilustradas), por ejemplo, depende de la comprensión (previa)de los textos que las explican -salvo en- en reiteraciones muy conocidas, por supuesto. 

[12] Cf. Michel Foucault, La arqueología del saber (México, Siglo XX1, 1972 2a.: passim). 

[13] Esa noción de «olvido» saenzeana se encuentra en los versos de un poema incluido en su Felipe Delgado (La Paz, Difusión): «Si te pregunta la Flora/ acordándose de mi/no le digas que me has visto…/no le digas que la quiero, / en un rincón del olvido, /no le digas que la espero» (1979: 35). Por otra parte, en su célebre ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ (en «Ficciones,» Obras Completas, t. I, Buenos Aires, EMECE, 1974: 444-450), Borges ha examinado, precisamente, los posibles tratamientos de un «clásico» del que sólo se cuenta con vagos recuerdos -«olvidos»- de su trama y personajes. En este caso, Menard logra reescribir, a la letra, algunos fragmentos de El Quijote; éstos, pese a la identidad formal, serían sin embargo totalmente distintos, debido -sobre todo- a las distancias temporales entre los dos autores.

[14] Estas representaciones interpretativas -y prácticamente toda la gama de los Don Quijote de Solón Romero- se pueden seguir muy bien en el video «El valle de las piedras» (La Paz, Fundación Solón, 1993), donde el autor revive junto a su nieto, lápiz en mano, las aventuras de este (su) caballero.