Solón, 2 de mayo de 1996
Todos ustedes habrán de preguntarse ¿por qué el Quijote está entre nosotros y vive entrometido en nuestra realidad casi siempre convulsionada al extremo de identificarse con un indio o mestizo? Esta es la historia:
Una visión emerge del recuerdo: un pueblo, mi casa, mis hermanos, una mesa grande como un lienzo de sal extendido en la pampa, y la silueta de un hombre que se distrae o nos distraía haciendo dibujos sobre rollos de papel blanco que nosotros sosteníamos con las manos para que se mantuvieran extendidos. Era mi padre, que en las noches dibujaba grandes figuras con negro carbón como la noche. Fuera de la casa, el viento, el frío ponían el fondo musical a rostros, escenas y paisajes que surgían a medida que nosotros pedíamos a gritos el detalle que faltaba. Cierta noche mi padre dibujó a un hombre muy delgado con armadura y lanza. Nos dijo que era Don Quijote. A poco añadió a su escudero Sancho Panza y luego a Rocinante, su brioso corcel tan flaco como el hombre de la triste figura. Simultáneamente nos contaba sus aventuras y desventuras en un cuento de nunca acabar. Desde entonces muy niño aun solía asociar la magra y delgada figura de un hombre con la fuerza, la bondad y la justicia. No había aprendido a leer y ya conocí a Don Quijote. Por ello, diría que en el blanco papel del salar de Uyuni nació para mi el Quijote.
Mucho después, confirmé que la historia era cierta y que la escribió Don Miguel de Cervantes. Cuando me hice pintor adopte su figura para decir lo que he visto y vivido en este largo trajinar de tantos años gastados por el tiempo. Al retorno de mis estudios en Santiago de Chile en 1947, estando al borde de la muerte en el hospital de Santa Barbara en Sucre, plasmé la figura de «Don Quijote Médico» en un libro de promoción de los egresados de esa época. Lo hice al mismo tiempo que escribía la «Adaptación a la muerte» o «Diario de un Hospitalizado».

En 1953 – 1954, después de haber pintado los frescos de la Universidad de San Francisco Xavier, pinté en la Escuela Nacional de Maestros de Sucre, donde también era profesor de artes plásticas, un enorme mural con el sugestivo nombre de «Mensaje a los maestros del futuro» cuya figura central es el Quijote maestro, con una característica expresiva en el rostro: la de mirar el pasado, presente y futuro de la educación boliviana. En 1958, ya en La Paz, a tiempo de pintar el fresco sobre «La historia del petróleo boliviano» pinté otro mural «El Quijote y Tunupa» en la casa del Doctor Guillermo Jauregui Guachalla.

Hasta entonces había viajado bastante por el lejano oriente y nuestra América. En Nueva York su figura es protagonista de una muestra de dibujos junto a otro personaje tan grande como él: «El Quijote y San Francisco«, de cuya exposición aun quedan algunos originales. En uno de los tantos retornos a mi país, encuentro una universidad sin voces de otro tiempo, en las fauces de perros amaestrados para el odio y con José Carlos desaparecido en las celdas del Pari en Santa Cruz, es entonces que recojo aquel carbón que mi padre utilizara para dibujarnos la vida y nuevamente pinto al Quijote, porque en su figura encontraba la palabra que no hallaba en mi garganta. Ahí nace «El Quijote y los Perros«. Y cuando el Ejercito interviene las minas, dibujo «El Quijote en las minas«, serie que nunca pudo ser expuesta por razones obvias. A fines de 1979 al borde de una efímera democracia expongo «Flores y Paisajes», pero desafortunadamente retorna la noche negra de las dictaduras que culmina con la toma de la Federación de Mineros en El Prado, cuyos umbrales teñidos de sangre ven salir a Marcelo (Quiroga Santa Cruz) y a otros luchadores sin vida.

Un inconcluso mural que pinté con los alumnos en la carrera de Artes sobre Juana Azurduy de Padilla y las guerrillas, junto a las láminas de «El Quijote y los Perros» es descubierto en 1980 por la dictadura y son el pretexto para detenerme en la sección segunda del cuartel de Miraflores y sufrir el escarnio de la prepotencia y el odio. Gracias a organismos internacionales y a la embajada de Alemania, logro salir al exilio, es entonces cuando aparece «El Quijote en el Exilio«. Confieso que en la prisión, no sólo fue el perfil de lineas escondidas en los pliegues de mi oficio de pintor lo que me hizo fuerte, fue la cólera, el dolor y la angustia de la amenaza de fragmentar mis manos por decir lo que habría de callar para seguir viviendo. Esta es una revelación que no la he hecho nunca, y que motivó el nacimiento de la serie «El Quijote y los Angeles» cuando años mas tarde comprobé que se declaraban inocentes y libres de toda culpa en los juicios que les hicieron. Cuando aun me queda tiempo para reseñar esta cómplice intimidad que ya dura medio siglo con el Quijote -que no ha perdido la memoria- creo tener la libertad de confesar que he convertido en mis pinturas las piedras del camino en testigos oculares de cuanto ellas vieron y que por eso arañe el papel, la tela, y la muralla para expresar lo que han visto. Convoco a ustedes a reflexionar y juzgar sino es cierto.