Alfonso Gumucio Dagron, 1989

Walter Solón Romero nos entrega su última obra, el mural de 208 metros cuadrados que ha pintado para la universidad. Al hacerlo está ofreciéndonos una parte de su carne, una parte de su vida. Este mural es la obra donde más ha invertido su pasión, su esfuerzo, su amor y su energía, en una etapa de su vida en la que el capital de energía debe comenzar a cuidarse. Cada una de las cuatrocientas figuras que pueblan el mural es el resultado de una lucha cuerpo a cuerpo; con cada una de ellas ha establecido el pintor una relación afectiva diferente; con cada una de ellas ha probado el diálogo o la fuerza, hasta llegar a la pincelada final, aquella que como en una fórmula mágica ha inmovilizado a la figura, le ha regalado la eternidad.

¿Cuánto ha costado dar vida a la cabellera de Tupaj Katari con esa suma de colores oscuros de la bandera india? ¿Y cuánto ha costado el terciopelo de la casaca de Murillo en su verde-azul tornasolado? La lucha del artista ha desbordado con creces el espacio del mural. Es su propia vivencia la que enriquece este bosque de, figuras y símbolos, es el libre ejercicio de la memoria propia el que permite tan magnífico despliegue.

La memoria de Walter Solón Romero se plasma en el mural con una mezcla de dolor y de alegría. Le ha tocado, por ejemplo, sufrir la pérdida de su hijastro, torturado y asesinado en 1972. Le ha tocado en varias ocasiones el exilio. Le ha tocado la persecución, las amenazas. Es el precio que ha pagado por expresarse con libertad. El mural todo, en su recorrido por la historia boliviana, nos habla de la calidad humana y de la lucha por la dignidad.

No hay un sólo centímetro que quede al margen de un inmenso sentimiento de amor hacia el pueblo y hacia los que construyen día a día la libertad. De ahí que no pueden faltar figuras históricas como Pedro Domingo Murillo, ni tampoco otras más recientes como Marcelo Quiroga Santa Cruz o Luis Espinal. La historia nos mira desde una altura imponente y no es posible observar el mural sin quedar sobrecogido por ese sentimiento de alegría estética y profundo respeto que provoca toda obra monumental, toda creación excepcional en el campo del arte. Esta sensación es aún más viva cuando se constata que los héroes que destacan en el mural no son solamente aquellos cuyos nombres ha recogido la historia. Con la misma fuerza y plasticidad sobresalen los héroes cotidianos. La historia que narra Solón Romero es magnífica precisamente por ello, porque ha sido construida desde el pueblo, desde lo más humano.

Esta distinción es importante en el mural, y distingue a las figuras positivas de las negativas. El pincel que caracteriza a las negativas sabe representar la ausencia de humanidad. Así se trate de los conquistadores o de los soldados y los tanques de noviembre, en cada caso los rostros están escondidos, disfrazados para cometer encubiertamente acciones que entristecen la sangre. Son rostros que se niegan a sí mismos, delatan su propia culpabilidad. Se han escondido siempre y así los retrata el artista, escondidos para la historia. Incluso los caballos rojos y azules de la conquista y los mastines de la represión parecen máquinas de muerte y no seres de este mundo. Es la más vigorosa denuncia en contra del anonimato de la violencia política.

No terminaríamos de narrar la multitud de hechos históricos que el artista rescata para la memoria. Su mensaje es claro: no debemos olvidar, debemos reivindicar lo único que en última instancia es insobornable, la memoria. Nos pueden despojar de la propia libertad, pero la memoria debe sobrevivir y triunfar sobre los episodios protagonizados desde las sombras.

Al igual que el gran muralista mexicano Diego Rivera, nuestro gran Solón Romero tiene esa facultad privilegiada de dar un soplo de vida a los personajes que pinta. Otros muralistas respetables no logran rebasar el nivel de grandilocuencia en la expresión pictórica. El espacio mural constituye una invitación fácil a la pomposidad, a las proyecciones gigantescas, a los gestos sobre actuados. Solón Romero, como el maestro mexicano, ha madurado una concepción plástica y expresiva que recoge la historia desde la perspectiva cotidiana. Es la historia vista desde el pueblo y actuada desde el pueblo, concepto que se opone a aquel que supone que la historia está modelada por la voluntad de unos pocos individuos. En este camino de interpretación Rivera y Solón Romero han sabido rescatar los elementos culturales como el asidero más firme de los pueblos en su lucha por la vigencia de su identidad. La reivindicación de la hoja de coca va en ese sentido, confirmando la tradición vigorosa que hemos heredado de los pueblos andinos.

Muchas otras referencias en las figuras y entre las figuras de los murales tratan de recordarnos quienes somos, de dónde venimos.

Solón Romero nos entrega parte de su vida. Ha tenido que luchar varios años para lograr que este mural vea la luz. Sólo en un país como el nuestro puede suceder que un artista de esta magnitud haya tenido que bregar para obtener las latas de pintura o los focos necesarios para trabajar. La inmensidad del mural se debe a la propia mano del pintor y no a una legión de asistentes, como sucede en otras partes.

Solamente sus dos hijos, Pablo y Walter, y un estudiante de pintura apoyaron la titánica tarea. Fue una epopeya clandestina la que llevó adelante el artista, con la humildad que lo caracteriza para revelarnos hoy en los muros de la UMSA una historia que nuestra frágil y traicionera memoria nos hace tantas veces olvidar.

Lo hermoso es que al cabo de este esfuerzo Solón Romero sale a la luz del sol para cargarse nuevamente de energía y está dispuesto a emprender otra obra de la misma magnitud. ¿El país está maduro para valorar el talento de Solón Romero? Si así fuera, no habría otro acto de justicia inmediato que el de entregarle el frontis del Banco Central para que haga realidad allí otra obra por la cual Bolivia, algún día memorioso, se llenará de orgullo.