Gunnar Mendoza L., Revista Peña de Sucre, 24 de Octubre 1953
Hemos vuelto a ver, ya en pleno proceso pictórico, el mural al duco de Solón Romero en la Escuela Nacional de Maestros [Mensaje a los Maestros del Futuro]. Aplazando las reflexiones que en el trance nos acosan y podrían expresarse en un nuevo “ensayo sobre el drama de la obra de arte en Bolivia”, apuntemos -mera glosa cordial- estas apostillas.
Solón Romero, dueño de cuanto constituye el patrimonio magnifico del artista verdadero, -fuerza vocacional, dominio técnico y voluntad de trabajo- ha afrontado en Sucre, aparte de obstáculos materiales, ciertas lamentables limitaciones.
Por una parte, ha tenido que hacer muralismo a pesar suyo, en ambientes pequeños y cerrados. De aquí una inversión de destinos: en el mural primero está el sentido ejemplarizador; después lo decorativo. En los cuatro murales sucrenses de Solón Romero, confinados entre cuatro paredes, la función decorativa acaba accediendo al primer plano y la ejemplarizadora -huérfana de la perspectiva adecuada- al accesorio.
Por otra parte, casi siempre se ha fijado a Solón Romero el tema (su obra en la Escuela Nacional de Maestros sería la única excepción) cuando el artista -el ungido con el deber de transmitir el sagrado mensaje a sus prójimos- necesita contar con el derecho de expresarlo libremente. Sumemos a esto -con todo el afecto que nos inspira este artista- algo que se nos antoja un handicap intrínseco, felizmente hoy en camino de vencimiento. La gravitación tremenda de los maestros del mural americano y cierta proclividad episódica en el tratamiento temático, encubrían aún en Solón Romero el anunciamiento de una autentica y robusta originalidad y restaban a su obra aliento de permanencia. (La obra de arte ha de arder en una ansia inexorable de autenticidad y de eternidad). En el Quijote fantasmal de su último trabajo vemos, sí, arder esa ansia, y, por lo mismo, sentimos pugnar las posibilidades verdaderas de su expresión como artista mural.