Me quedé en la ciudad de La Paz. Ingrese al colegio San Calixto pero ya no tenía beca y debía pagar pensión mensualmente. Mi hermana Elena no me podía mantener. Mi situación era incierta. Por eso me salí del colegio de curas y me fui al Ayacucho, de donde egresé como bachiller.
Me encontré con un amigo que aún vive, Agustín Rosales y le conté mi situación:
– “No sé qué hacer, no tengo donde dormir”.
– “Yo tampoco” me dijo él “pero de todos modos sabes lo que estoy haciendo, estoy durmiendo en unas grutas al ir a Achachicala. Si tú tienes una manta podríamos hacer eso”.
– “No!” Le dije “yo no tengo una manta, tengo un colchón. Mejor por qué no alquilamos una pieza, un cuartito”.
En esa época me encontré con Luis Luksic. Lo busqué en su casa en Sopocachi y le expliqué lo que me ocurría.
– “No hay problema” me dijo, “el domingo vamos a pintar. Verás, vas a salir adelante”.
Evidentemente ese domingo fuimos a pintar a la Cervecería que en ese entonces era un canchón enorme. Pinté una acuarela, dos, tres, cuatro acuarelas y juntamente con él fuimos a lo de Crispieri, que tenía su librería en La Paz. Él le dijo: “Mire, usted hace gran negocio con estas acuarelas”.
Me pagaron doce pesos por cada acuarela. Para mi era una fortuna… Inmediatamente me encontré con este amigo y alquilamos un cuarto.
Yo pensaba que podía vivir de la pintura. Durante un mes vivimos así, con nuestro colchón para dormir, nada más. Hasta que un día nos encontramos con la pieza cerrada y nuestras cosas confiscadas, porque no habíamos pagado el alquiler. Después de muchos ruegos nos devolvieron a cada uno una frazada. Las maletas, el colchón… se quedaron en pago de la deuda. En la esquina había un zapaterito, donde él, dejábamos nuestros pequeños enseres y salíamos a la calle. Yo creo que fue entonces cuando empecé a fumar. Habían unos cigarros “sucrenses”, y yo fumaba no sé si por frío o por hambre.
Comencé a hacer acuarelas. A veces vendía y a veces no. Cuando vendía en siete pesos, era mucha plata. Entonces iba a dormir al “Veinticinco de Mayo”.
Dormíamos a salto de mata. Procurábamos estar en un carrusel que había en San Francisco hasta altas horas de la noche para tener menos frío y dormir menos tiempo, y alguna vez… comer.
La estuve pasando mal. Yo creo que ya no tenía nada, era una inanición tremenda.
A mi hermana no quería darle esta angustia. Esos meses me alimenté de muchos libros de pintores europeos. Los leía a menudo. Era como encontrar un refugio en la vida dura por la cual habían pasado los artistas.
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