En el colegio Sagrado Corazones de Sucre la educación era muy rígida. Casi siempre a media mañana había que rezar el rosario. En la mañana ir a misa. Todo eso imponía una disciplina. Había un taller de mayores, un taller de menores y la sala de primaria.

Yo era el interno más constante. Estuve en el  internado del Sagrado corazones todos los ciclos y aún en las vacaciones me quedaba. No iba a Uyuni, no tenía a donde ir.

Simultáneamente yo estudiaba violín en el Colegio Santa Ana. En el mismo violín que me regaló mi padre. De pequeño no tenía temor de ir a pasar clases de violín al Santa Ana, pero fui creciendo y sentí vergüenza porque era un Colegio solo para señoritas.

Me acuerdo del Padre Cerro con quien siempre me confesaba. Siempre me gustaba hacerlo porque le hablaba de todo y cuando le pedía la absolución él ya estaba dormido.

Recuerdo al Padre Juan, a quién le decíamos el “Karachupa”. Siempre andaba por la azotea del Colegio haciendo su rezo cotidiano, me agarraba del cuello y me contaba de España, de sus cosas, de la vida de los santos.

También me acuerdo de los hermanos Mesequiel, del Padre Bastilla, con quien viví toda mi infancia en el internado. Ellos eran los que me daban valor para entrar solo en la noche al dormitorio donde solo había dos o tres internos de cincuenta que existían en época de clases. Me ayudaban a llevar esa vida un tanto desolada.

Los padres tenían mucho interés por mi afición a la pintura. Mis cuadernos de historia estaban muy bien ilustrados. Al extremo que se robaban las páginas donde estaban mis ilustraciones. Era un alumno que recibía una que otra medalla de aprovechamiento a fin de año. Siempre la recibí en artes plásticas. Tenía un profesor que era Luis Vaya y otro, Lucas Acevey. En cierto modo me dejaban hacer lo que quería en clases de dibujo. Me decían que fuera a dibujar al patio para no causar desorden, pues me dedicaba a hacer dibujos para todos.

Los padres acabaron por darme un local, una pequeña salita donde me dedicara a la pintura. El colegio tenía una infinidad de telas enormes de la época colonial y algunas reproducciones de Rubens.

Ellos me decían: -“¿Puedes copiar?”

– “Claro que puedo”.

Comencé con grandes copias de cuadros en telas. Ellos se sentían un tanto orgullosos de lo que hacía en mis ratos libres, al extremo que me decían “también tienes que jugar”. De esa manera me consideraban un pintor dentro del colegio.

Al correr los años, cierta vez llegaron Cecilio Guzmán de Rojas (1899-1950) y Luis Luksic (1910-1988) a catalogar las obras de arte en Sucre y fueron a visitar el Colegio Sagrado Corazón. El padre Juan que era el director, les dijo en son de broma:

-“Nosotros también tenemos nuestro pintor”.
-“No me diga… Y ¿quién es?”
-“Este ciudadano”. Y me presentaron, yo tendría unos catorce años.
-“Ah! Caramba”. Los llevan al salón donde tenía mis cuadros. Cecilio Guzmán de Rojas mira y dice:
-“Si quieres estudiar pintura tú tienes que ir a La Paz. Yo te ofrezco una beca. Yo soy director nacional de artes plásticas. Tú tienes que dedicarte a la pintura”.

Yo escuche, pero nunca pensé que podría recurrir a esa oferta.

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