Mi madre siempre estaba enferma, adolecía de un mal tremendo al corazón. Era muy joven, apenas si pasaba los treinta años. Yo me preocupaba muchísimo aunque tenía poquísimos años. Cada vez que la veía dormida pensaba que había muerto. La veía sin moverse, en silencio, me acercaba, la tocaba y la hacía despertar.

Ella se indisponía siempre y era el grito general de todos nosotros. En busca del médico.

Recuerdo su apego por mi padre, por sus cuestiones políticas. Ella era la víctima de esas situaciones tremendas. Las noticias llegaban sobre que lo habían detenido, que lo habían pegado, que estaba preso, que ya no estaba en el país. Ella siempre se hacía cargo de la situación.

Tenía la idea de que algún día mi madre iba a morirse. Creo que mi padre descubrió mi preocupación. Cada vez que me encontraba decía “ella nunca se va a morir”.

Pero llegó el día, me despertaron a eso de las tres de la mañana. “Tienes que ir a despedirte de la mamá”, me dijo mi hermana mayor. Yo no tenía idea de lo que era la muerte. Me parecía que era simplemente dormirse por un largo tiempo.

Yo voy. Me ponen sobre la cama y empiezo a jugar en sus rodillas. Entonces, me hacen parar y me dice “no te muevas”.

Mi madre empieza a dar la bendición, a los hermanos menores nos encomienda a mi hermana Elena. Después nos dice: – “Ahora váyanse, yo quiero dormirme tranquilita”.

Al salir un perro ladraba y yo pensaba “la mamá está durmiendo”.

Al día siguiente fue el entierro. Yo no fui. Era muy pequeño. No sé qué pasaría. Lo que sí recuerdo es el ruido de guirnaldas de lata.